Veda

Miraste de reojo el regocijo de la piel y diste un portazo ante la amenaza.
Tocaste la temperatura adecuada y tus ojos descansaron de placer;
miraste como si estuvieras bajo la sombra templada atravesada de sol. Como sí, recostado en el silencioso bosque que resuena de agudas voces espirituales.
Todo eso miraste. Cuando tocaste su piel, tocaste el recelo. Cuando viste un gesto complaciente se levantaron los jueces que comparan lo que tuviste frente al eco-hueco de la incertidumbre. -y claro, siempre gana el temor, parcialmente o por completo-. Eso, nadie devuelve a otro los años de coraje por encontrarse. Y ahora esas evocaciones no te dejan ser. Entonces heriste, tuviste que hacerlo, y fuiste herido por una mirada.
Y fue perdiendo la voz, se fue apagando su firmeza para hundirse en tu dolor de extravío. En ese mismo momento, cayó el follaje de la sombra, cayó de invierno, cayó de reseco.

No miraste más, se había instalado la fiereza territorial del desdén. ¿Qué importa? Todos volvemos al temor, somos hijos del miedo. Un terror a evocar otros cuerpos, allá, en el porvenir, donde existe una imagen que condena el presente.
Y vamos muriendo para algunos y de tan agotados de fenecer no podemos hacer resiliencia por los nuevos otros.
Estamos contaminados y raídos, nuestra erosión es evidente aunque sonrisas y certezas divulguen falsos sentires. Lo nuevo no está aquí , lo olvidamos facilmente y en algunas oportunidades alguien sigue queriendo lo que imaginó estampado sobre el vidrio de lo real que es un otro que se retira. Habiendo.

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